El papa León XIV, compañero y amigo
Reflexiones del Hno. Álvaro Rodríguez Echeverría, ex Superior General del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, a propósito de la elección del papa León XIV, con quien compartió en la Unión de Superiores Generales (USG) e invitó a predicar el retiro previo al 45.º Capítulo General, en 2014.
La elección del papa León XIV ha sido para mí un acontecimiento salvífico muy especial y me ha causado una gran alegría. Parece un atrevimiento el título de estas líneas: amigo y compañero, pero corresponden a una realidad muy enriquecedora vivida por largos años.
En efecto nuestros períodos, el Papa como Prior General de la Orden de San Agustín, y en mi caso como Superior General del Instituto, coincidieron durante 12 años (de 2001 a 2013), en los cuales teníamos la oportunidad de encontrarnos cada semestre para una asamblea de reflexión durante dos días y medio. Una experiencia muy hermosa ya que se trataba de un encuentro en profunda fraternidad y de un discernimiento muy serio de la búsqueda de la voluntad de Dios en nuestro hoy y aquí a nivel de vida religiosa.
Por otra parte, al haber sido, por dos períodos, presidente de la USG, esto me permitió una cercanía mayor con los superiores generales, entre ellos el hoy Papa León XIV. Lo recuerdo como un religioso amable, siempre cercano, con una honda espiritualidad y de gran disponibilidad.
Las primeras palabras del Papa León XIV invitándonos a la unidad y a vivir la comunidad, como elementos esenciales de la misión, me recuerdan las reflexiones de aquellos años sobre el diálogo que debe formar parte hoy del corazón de nuestra vida religiosa y de la misión con la que pretendemos colaborar en la construcción del Reino. Nuestra reflexión nos invitaba a una vida religiosa, signo más que modelo, centrada en el ser más que en el hacer. Una vida religiosa capaz de hacer presente al Dios Trinidad, comunión de personas.
Expertos en comunión
Y expresábamos nuestro deseo de crear un mundo más humano que correspondiera al plan salvífico de Dios manifestado en Jesús, lo que nos debía llevar no sólo a ofrecer un modelo alternativo de sociedad, por los lazos de unión y la superación de las diferencias en la caridad, en el interior de nuestras comunidades, sino también, a ser “expertos en comunión” como un arte de vivir, como una palabra de ternura, como un sacramento que hiciera visible la compasión de un Dios encarnado y su amor por todos, particularmente los excluidos y los últimos.
Recuerdo de manera especial nuestra participación en el Sínodo sobre la Nueva Evangelización en el año 2012. Los dos fuimos de los 20 Superiores Generales elegidos para participar en este evento eclesial. Como siempre hacíamos
—personalmente había participado en los Sínodos sobre los Obispos y sobre la Eucaristía—, nos reuníamos previamente para repartir los temas que íbamos a presentar en el Sínodo y los compartíamos entre nosotros. Mi presentación fue sobre los jóvenes y la nueva evangelización y el tema que desarrolló el entonces Prior Robert Prevost fue sobre las características de la Nueva Evangelización. Creo que vale recordar lo que entonces nos dijo, que me parece está en total sintonía, con lo que hoy como Papa nos propone:
“La Iglesia universal, y cada Iglesia particular, desarrolla la evangelización cuando despliega la totalidad de los elementos que la componen, es decir:
- cuando, dotada de un profundo sentido misionero, trata de renovar la humanidad en medio de la cual vive, transformando con la fuerza del Evangelio los criterios, los valores, las corrientes de pensamiento, los modelos de vida que están en contraste con el Reino de Dios;
- cuando se convierte, para el territorio o ámbito concreto al que es enviada, en testimonio de los valores del Reino, de la vida nueva que trae consigo;
- cuando anuncia explícitamente el Evangelio a los no creyentes (predicación misionera), y desarrolla una adecuada educación de la fe de los creyentes (catequesis, homilía, enseñanza de la teología…);
- cuando trata de suscitar la conversión, es decir, la adhesión del corazón al Reino de Dios, al «mundo nuevo», al nuevo estado de cosas, a la nueva manera de ser, de vivir, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio, cuando crea espacios comunitarios donde la fe pueda alimentarse, compartirse, vivirse, estructurándose así en comunidades cristianas vivas, que sean «luz del mundo» y «sal de la tierra»;
- cuando celebra en los signos sacramentales la presencia de Jesús, el Señor, y el don del Espíritu Santo, en medio de la comunidad;
- cuando desarrolla, finalmente, un apostolado activo en medio de los diferentes ambientes: en las grandes ciudades y en los pequeños pueblos, en el ambiente obrero y en el rural, entre las gentes cultivadas y entre las sencillas”.
Y, sintetizaba lo anterior con estas bellas palabras:
“Al ser la Iglesia esencialmente evangelizadora, se identifica a sí misma como: misionera, encarnada en los problemas reales de los hombres, comunitaria, festiva, anunciadora del Evangelio a los que no creen, educadora de los creyentes en la fe, en constante renovación y conversión, signo del Reinado de Dios”.
Cuando terminaba mi período como Superior General, y debido al impacto que el padre Robert Prevost me había causado, lo invité a que nos animara el retiro de tres días, previo a nuestro 45.° Capítulo General. Él ya había terminado su estadía en Roma y vino desde los Estados Unidos en donde, después de un año sabático, empezaba un importante servicio a su Orden en el campo de la formación.
Como nos dijo en sus primeras palabras, agradecía mucho nuestra invitación, entre otras cosas, porque gracias a ella, iba a poder participar en la canonización de Juan XXIII y Juan Pablo II, que tenían lugar el domingo siguiente. De manera que fue gracias a nosotros, los Hermanos, que el Papa León XIV tuvo la gracia de participar en la canonización de dos de sus antecesores en la cátedra de Pedro y como obispos de Roma.
El retiro estaba pensado como un tiempo de interiorización que nos permitiera escuchar al Espíritu, construir comunidad a partir del mandamiento del amor: “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn. 13,34), y estar abiertos al futuro de Dios que nos envía en misión. Me limito a citar un texto que sintetiza muy bien la visión que el Padre Robert Prevost tenía de nuestro servicio en la Iglesia:
“No sólo por lo que hacen ustedes en términos de educación, sino por lo que son. Y aunque hoy pueda ser un reto para ustedes comprender esto y ver la realidad de la fraternidad a la luz de las crisis vocacionales y de una Iglesia que quizá no siempre aprecia […] tengan la seguridad de que su misión es necesaria, profundamente apreciada por muchos de nosotros, y fundamental para el futuro de la Iglesia”.
En mis palabras de agradecimiento al final del Retiro, decía a mis Hermanos que el haberlo invitado, en el mes de mayo del 2013, casi un año antes del Capítulo General, había sido una de las decisiones más enriquecedoras y providenciales, que, con la comisión preparatoria habíamos tomado. Que, como hijo de san Agustín, y todos llevamos en la sangre algo de Agustín, cada una de sus palabras nos había tocado el corazón, y le recordaba un texto de la Meditación que nuestro Fundador dedicó a este santo, refiriéndose a nuestro Instituto e invitándonos a hacer nuestras dos virtudes que lo caracterizaron: “esta comunidad puede ser muy útil a la Iglesia. Con todo, persuádanse de que sólo lo será en la medida en que se asiente en estos dos fundamentos, a saber: la piedad y la humildad, que la harán inconmovible”. Y comentaba para los Hermanos capitulares que podemos hoy traducir piedad por profundidad, interioridad, espiritualidad, silencio, y que la humildad la debemos expresar hoy sobre todo como servicio gratuito y desinteresado.
Y quisiera terminar estas reflexiones recordando lo que nuestro Fundador nos decía en su testamento de 1719 y que hoy debemos actualizar con profundo amor y con nuestra oración por nuestro Papa León XIV.
“Encomiendo a Dios, primeramente, mi alma, y luego todos los Hermanos de la Sociedad de las Escuelas Cristianas, con quienes me ha unido, y les recomiendo, ante todo, que tengan siempre absoluta sumisión a la Iglesia, máxime en estos calamitosos tiempos, y que, en testimonio de esta sumisión, no se separen en lo más mínimo de la Iglesia romana, acordándose siempre de que he mandado a Roma dos Hermanos con el fin de pedir a Dios la gracia de que su Sociedad le sea siempre enteramente sumisa”.
Hno. Álvaro Rodríguez Echeverría FSC