La II República española, proclamada el 14 de abril de 1931, llegó impregnada de fuerte anticlericalismo. Apenas un mes más tarde se produjeron incendios de iglesias en Madrid, Valencia, Málaga y otras ciudades, sin que el Gobierno hiciera nada para impedirlos y sin buscar a los responsables para juzgarles según la ley. La Iglesia había acatado a la República con espíritu de colaboración por el bien de España, aunque no podía ser entusiasta. Estas fueron las instrucciones que el Papa Pío XI y los obispos dieron a los católicos. Pero las leyes sectarias crecieron de día en día.

En este contexto fue suprimida la Compañía de Jesús y expulsados los jesuitas. Durante la revolución comunista de Asturias (octubre de 1934), derramaron su sangre muchos sacerdotes y religiosos, entre ellos nuestros Hermanos de Turón.

Durante el primer semestre de 1936, después del triunfo del Frente Popular, formado por socialistas, comunistas y otros grupos radicales, se produjeron atentados más graves, con nuevos incendios de iglesias, derribos de cruces, expulsiones de párrocos, prohibición de entierros y procesiones, etc., y amenazas de mayores vio­lencias, que se desataron, con verdadero furor, después del 18 de julio de 1936. Desde esa fecha hasta el 1 de abril de 1939, en la zona republicana se desencadenó la mayor persecución religiosa conocida en la historia desde los tiempos del Imperio Romano, superior incluso a la Revolución Francesa: España volvió a ser tierra de mártires.

El testimonio más elocuente de esta persecución lo dio Manuel de Irujo, un vasco nombrado ministro del Gobierno republicano. En una reunión del gobierno, celebrada en Valencia – entonces capital de la República- a principios de 1937, presentó el siguiente Memorandum:

«La situación de hecho de la Iglesia, a partir de julio pasado, en todo el territorio leal, excepto el vasco, es la siguiente:

a) Todos los altares, imágenes y objetos de culto, salvo muy contadas excepciones, han sido destruidos, los más con vilipendio.

b) Todas las iglesias se han cerrado al culto, el cual ha quedado total y absolutamente suspendido.

c) Una gran parte de los templos, en Cataluña con carácter de normalidad, se incendiaron.

d) Los parques y organismos oficiales recibieron cam­panas, cálices, custodias, candelabros y otros objetos de culto, los han fundido y aún han aprovechado para la guerra o para fines industriales sus materiales.

e) En las iglesias han sido instalados depósitos de todas clases, mercados, garajes, cuadras, cuarteles, refugios y otros modos de ocupación diversos.

f) Todos los conventos han sido desalojados y suspendida la vida religiosa en los mismos. Sus edificios, objetos de culto y bienes de todas clases fueron incendiados, saqueados, ocupados y derruidos.

g) Sacerdotes y religiosos han sido detenidos, sometidos a prisión y fusilados sin formación de causa por miles, hechos que, si bien amenguados, continúan aún, no tan sólo en la población rural, donde se les ha dado caza y muerte de modo salvaje, sino en las poblaciones. Madrid y Barcelona y las restantes grandes ciudades suman por cientos los presos en sus cárceles sin otra causa conocida que su carácter de sacerdote o religioso.

h) Se ha llegado a la prohibición absoluta de retención privada de imágenes y objetos de culto. La policía que practica registros domiciliarios, buceando en el interior de las habitaciones, de vida íntima personal o familiar, des­truye con violencia imágenes, estampas, libros religiosos y cuanto con el culto se relaciona o lo recuerde».

Al finalizar la persecución y la guerra civil, el número de mártires ascendía a casi diez mil: fueron obispos, sacerdotes diocesanos y seminaristas, religiosos, religiosas y varios miles de seglares de ambos sexos, militantes de Acción Católica y de otras asociaciones apos­tólicas, cuyo número definitivo todavía no es posible precisar.

Después de algunos años empezaron los procesos canónicos diocesanos. Los procesos con Hermanos de La Salle fueron 11.