Memorias del Hno. Martín Digilio, Consejero General, sobre la cercanía, el testimonio y el legado del Papa Francisco, desde sus días como cardenal en Buenos Aires hasta su paso por Roma.
Memorias del Hno. Martín Digilio, Consejero General, sobre la cercanía, el testimonio y el legado del Papa Francisco, desde sus días como cardenal en Buenos Aires hasta su paso por Roma.
Corría el año 2001 cuando me mudé a vivir a la ciudad de Buenos Aires. La situación del país era muy compleja: la inestabilidad del gobierno y de la economía tenía un gran impacto entre los más pobres. Ese año comenzaba mi servicio de animación del Distrito de Argentina-Paraguay con 35 años cumplidos. Todo por aprender y sin tiempo para hacerlo.
Entre otras cuestiones que debía atender estaba la transición del Colegio La Salle de Flores, una presencia en la que llevábamos casi 100 años. La Asociación de Damas de la parroquia de San José de Flores había determinado dar de baja su entidad jurídica y pasar los bienes de dicha sociedad al Arzobispado de Buenos Aires. Mis antecesores habían iniciado las conversaciones promediando los años 90; a mí me tocó definir esto junto a los delegados del entonces arzobispo de la ciudad, el cardenal Jorge Mario Bergoglio.
Entre 2001 y 2013 viví en Buenos Aires: siete años como Visitador del Distrito y seis como Director del Colegio De La Salle. En esos 12 años fui muchas veces a ver al cardenal: para resolver cuestiones, para avisarle otras. Pasamos por muchas circunstancias diversas que hoy, miradas a la distancia, son simplemente anécdotas sin mayor importancia, aunque en su momento fueron dolorosas o incomprensibles.
Nuestra preocupación por Flores era apenas una pequeñez comparada con las que él cargaba: colaboraba activamente con el diálogo argentino tras la crisis del 2001, en un país en ruinas. Había signos de desintegración como la impresión de “cuasimonedas” y los bonos de cancelación de deuda circulando como billetes. Hubo secuestro, saqueos a supermercados, manifestaciones pidiendo “que se vayan todos”. Bergoglio, desde las sombras, fue un actor clave para ayudar a Argentina a dar pasos hacia la reconstrucción, siempre desde la mirada de los más empobrecidos.
En medio de esa crisis, nosotros también actuábamos. Creamos la Escuela Malvinas, gratuita y popular, en un barrio olvidado de Córdoba. En esos días, la escuela en general, y las que atendían a poblaciones más vulnerables en particular, fueron las únicas instituciones que no se cayeron. Y mientras tanto, la eclesiología pastoral se resolvía como se podía: con pragmatismo, y con una gran caridad.
Los años entre 2001 y 2013 fueron una montaña rusa: algunas primaveras, pocos veranitos, y mucha división social. Las provocaciones, el odio cultivado en la sociedad, nos dejaban enfrentados entre familias, amigos y compañeros. Los dolores profundos quedaban tapados por una frivolidad que nunca supo poner lo vulnerable en el centro. Y entre los pocos profetas que quedaron en pie, estaba él.
Alrededor de Bergoglio se tejían muchos mitos: que era peronista, que era un político en las sombras, que pactaba con el poder. Pero sus homilías, sus prioridades, su modo de estar con los sacerdotes y con la gente contaban otra historia: la del Evangelio hecho carne. Y con eso andaba en todos lados.
Y ahora, con su partida, todo cobra otra dimensión. Su muerte no es solo la de un pontífice. Es el cierre de una etapa que llevó el Evangelio a la calle, con los zapatos llenos de polvo y el corazón apuntando siempre hacia la periferia.
Su paso por Roma nunca lo alejó del Sur. Se llevó ese modo tan suyo de mirar el mundo desde abajo, desde dentro, desde cerca; desde el banco del fondo, desde donde están los que no levantan la mano. Fue incómodo, sí. Porque no buscaba aprobación. Buscaba justicia. Y ternura.
En 2008, cuando el Distrito iniciaba un proceso difícil con el Colegio de Buenos Aires, Bergoglio llamó al Visitador y al Ecónomo para darles su apoyo. Discretamente. En 2011, al consultarlo por un capellán complicado, entendió al instante, y nos mandó otro. Lo describió con dos palabras, contándolas con los dedos: “Es un hombre y es pobre”. Dos virtudes esenciales, según él.
No buscaba soldados ni burócratas. Quería humanidad y sencillez. Su autoridad no venía de los titulares: venía de un lugar más hondo, más silencioso. Como quien ejerce el poder real cuando no hay testigos, cuando solo importa el bien.
En 2010, durante una huelga docente, propusimos una jornada de reflexión. La hicimos con una homilía suya sobre las bienaventuranzas. Allí daba pistas de su visión del país: la desigualdad, la necesidad de una austeridad cotidiana, la justicia para todos, la fraternidad, y la mirada sobre el sacrificio salvador de Jesús. Hablaba de la droga, la trata, los talleres clandestinos, la corrupción. Y nunca para salir en la tapa del diario.
El 13 de marzo de 2013, en una reunión de la Conferencia de Visitadores de la RELAL, recuerdo haber apostado que si el Papa era latinoamericano, el compatriota pagaba la cena. Perdí. Todavía debo esa cena. Nunca pensé que sería él. Pero pronto los gestos mostraron por dónde iría su Pontificado. Su magisterio —Evangelii Gaudium, Laudato Si’, Fratelli Tutti— nos abrió camino. Nos ayudó a ver lo que nadie quería ver: los migrantes, los pueblos originarios, los discapacitados, los ancianos solos, los niños usados para la guerra o el trabajo, los descartados.
Nos enseñó que la Iglesia no es un museo de perfectos, sino la casa de los pecadores. Y nos alertó contra el clericalismo, proponiendo la sinodalidad como antídoto. No inventó nada nuevo: tomó el Evangelio de Jesús y caminó. Como en Buenos Aires, pero ahora con el mundo entero en el corazón.
También alzó la voz con fuerza contra los abusos cometidos por miembros del clero. Su lucha contra los pederastas fue firme y sostenida, con medidas concretas y dolorosas, pero necesarias para restaurar la confianza y sanar heridas profundas. Promovió una cultura de protección y justicia, haciendo que el dolor de las víctimas no fuera silenciado ni relegado a un segundo plano.
Insistió, además, en la necesidad de transparencia económica en la Iglesia, una institución muchas veces señalada por sus sombras administrativas. Trabajó por una gestión más austera, ética y clara, sabiendo que el testimonio también pasa por cómo se administran los bienes que pertenecen a todos.
Y en todo momento, revalorizó el papel de la mujer en la Iglesia, no como gesto simbólico sino como convicción profunda. Escuchó sus voces, impulsó su presencia en espacios de decisión, y cuestionó abiertamente las estructuras que invisibilizan su aporte.
En 2004, en medio del conflicto por el Colegio de Flores, un grupo de exalumnos hizo un escrache al cardenal. Publicaron una solicitada insultante. Pedí una audiencia y me recibió. Le pedí perdón. Me agarró la mano y dijo: “gracias”. Y ahí empezamos a buscar la mejor salida. En esa charla me dijo: “Hermano, usted tiene que ordenar su tropa”. Y le respondí: “y usted tiene que ordenar la suya”. Se sonrió.
Desde entonces, “ordenar la tropa” se volvió una frase entre nosotros. Un código. Una forma de entender que liderar es cuidar. Que a veces hay que ordenar, pero no para controlar: para no perder a nadie. Él también estaba haciendo lo mismo. Con su tropa. Con el país.
En el 46.º Capítulo General, nos dijo que los dos grandes desafíos de la humanidad —la educación y la fraternidad— eran también nuestros. Que como Hermanos debíamos testimoniarlos con la vida. Y su magisterio influyó profundamente en el Capítulo. Inspiró el Movimiento Levadura, nuestra revisión de estructuras, nuestro carisma renovado.
Hace pocos días, fuimos a despedirnos. Nos sorprendió, una vez más, el cariño de la gente. Pedimos que interceda: por los niños que sufren, por las madres sin respuestas, por los pueblos invisibles, por los descartados, por nosotros, los educadores.
Nos deja una Iglesia descentrada. Una ternura que resiste. Una fe con barro. Y un llamado: a seguir caminando, con el Evangelio en la mochila, sabiendo que otro mundo —sí, todavía— es posible.
Y que todavía tenemos que acomodar la tropa.
Roma, 25 de abril de 2025
Hno. Martín Digilio FSC